lunes, 9 de noviembre de 2009

Carnicería

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Pon de tu parte y clávate en las palabras.
Pártete de arriba a abajo con alma blanca, bien afilada,
con alma fina y ancha, de carnicero, como un hacha.
Pártete atravesando todo, huesos y entrañas.
No tengas miedo; deja que el corazón huela a podrido
y las tripas a rosas blancas. Y llámalo mondongo.
Llámalo mondongo a todo: clávate en las palabras.
Ábrete los miembros y mira esa miel roja
que sale, perezosa, como queriendo volverse a casa.
Y cómetela otra vez, y ésta vez con ganas.
Bébete los líquidos de tus misterios y las penas de tu grasa.
Lámete, aráñate con lengua y dientes las roñas de tus pieles
y dales nombre a todas; clávate en tus miserias
que sólo son palabras: llámalas guarras.
Llama espadas a tus costillas y pártelas, que son delgadas.
Dile a tus muslos que son bellos, y córtalos en filetes finos,
y háztelos a la plancha. Y luego les dices, con dulces palabras:
“estáis muy ricos; mucho mejor con patatas”.
Aplástate los pies y haz menudillo
y diles que, como te sostuvieron, les amas.
No olvides esas palabras.
Y aún te quedan ojos, boca, orejas, napias, y los brazos,
y otras partes más delicadas.
Seguro que juntos harán un buen cocido.
Velas poniendo a su tiempo y a fuego lento.
Ten cuidado con las manos, que son azafrán muy fino:
carne con alma.
Y cuando hayas acabado la matanza, y te veas satisfecho,
y sólo quede esa alma tuya mortífera, asesina, delicada y ancha,
pero ya inútil, no tengas miedo:
has ido cortando palabras y clavándote a ellas.
Aprovéchate, y habla.