martes, 25 de agosto de 2015

CUENTO MU CORTO

Esto era un tipo que, a mitad de escribir un texto explicando cómo quería morir, le pegó un infarto y se quedó tieso en el sitio.

sábado, 15 de agosto de 2015

ESAS CALMAS DE SEPTIEMBRE


La mayor parte de mi vida he tenido que pasarla en Madrid, por lo que sea. En aquellos años, en agosto se quedaba vacía de coches. No sólo de coches circulando, sino también de coches aparcados. Había veces que pasabas por una calle y te parecía desconocida: resulta que tenía árboles, y que era más ancha y mucho más bonita que en invierno. Cuando llegaban los últimos días de agosto y los primeros de septiembre, el tráfico se iba llenando otra vez, como una marea. Y entonces yo, que ya me había aprendido el truco, decía: '¡Señores, ahí se quedan ustedes!' y me iba al sur con mis dos perros (el Ron y la Zosca) y mi bici, la montaraz.
En la costa, por las mañanas, me bajaba a un barecito que estaba más o menos cerca, me leía 'La Verdad' (por entretenerme nada más) y desayunaba siempre lo mismo, al aire fresco, de manera que había días que el camarero y yo no nos decíamos ni media palabra. Luego cogía los perros y la bici, y nos íbamos orilla adelante.
Nada de playitas: piedras, rocas y mar. Y sólo nosotros. Nos bañábamos donde nos daba la gana, y los perros alguna vez encontraron y se ponían a comerse un pez pudriéndose (menuda peste) e incluso alguna gaviota, también en estado 'de buena esperanza' (más peste todavía). Menos mal que nos bañábamos y les limpiaba, porque no os podéis imaginar cómo olían esos dulces hociquitos suyos tan queridos, después de haberse estado regocijando en la decrepitud ajena.
Yo alguna vez me ponía a bucear un rato; de tubo, claro. La Zosca, a la que le gustaba el agua, se venía conmigo, pero el Ron se quedaba en la orilla con una cara muy seria, como era él. Oye, pues no fallaba: cuando más distraído estaba yo, de pronto una cosa monstruosa me arañaba la espalda y me dejaba una marca roja y me daba un susto de muerte: el Ron había decidido que yo estaba en peligro y que debía salvarme. No hubo ni un sólo día en que me dejara bucear en paz, el muy supermán.
Bueno, pues cuando nos parecía bien nos volvíamos a la casa. Como ellos no miraban la hora, a mí me parecía de mala educación mirarla yo. Yo comía fuera su hora o no (que no sé), y luego sesteaba (ellos no sé lo que harían, pero me imagino que lo mismo; era cosa suya, yo no me metí nunca en sus cosas).
Por la tarde el 'paseo marítimo' se llenaba de gente joven corriendo y gente mayor andando rápido (mi padre le llamaba 'el paseo del colesterol'), y luego por la noche, el paseo gozosamente vacío de nuevo, nos bajábamos el Ron la Zoska y yo a la playa. Yo me tumbaba con mi cubata a mirar para arriba, el Ron hacía un hoyo enorme para meterse dentro, y la Zosca se buscaba una piedra lo más grande posible para metérsela en la boca y enfrentarse con ella, la bocaza abierta de par en par, a las olas, para así luego al subir a la casa llenar el paseo de vómitos de agua de mar, como si es que le hubiera dado un cólico o algo, la muy borrica.
En fin, esto es para que, cuando me muera, que sepa todo el mundo que los mejores momentos de mi vida los pasé en Águilas en septiembre, y que no creo que nadie pueda llegar a ser más feliz de lo que yo lo fui entonces.